lunes, 17 de marzo de 2014

19 DE MARZO SAN JOSÉ

19 de marzo, San José, Confesor, Esposo de la Santísima Virgen María

La palabra del hombre es harto pálida y descolorida, al querer ensalzar a tan ilustre Patriarca, ¿ Será osado el decir que, excepto la humanidad de Cristo y de la Virgen María, San José es el más grande de todos los hombres ? Cierto que Nuestro Señor dice que " entre los nacidos de mujer, no ha surgido otro personaje más grande que Juan Bautista ", pero esas palabras augustas dicen solo relación al linaje de los profetas, donde sin disputa, San Juan ocupa el primer lugar.
 El texto del Evangelio de San Lucas plenamente lo atestigua : No hay nadie mayor que el profeta Juan el Bautista.
 ¿ Y como no? ¿ Hay nada más excelso y augusto en la economía del plan divino que el Ministerio de la Encarnación ? ¿ y quien, fuera de la Virgen Madre, ejerció un ministerio más elevado que el que fué confiado a San José,pues se refiere y ordena nada menos que a la unión hipostática?Con ser tan grande San Juan Bautista, en su cualidad de precursor de Cristo, no alcanza esa sublime prerrogativa a la que gozó San José en su doble oficio de Esposo de la Madre de Dios y Padre nutricio de de Jesús.


                                St José, Confesor, Esposo de la Santísima Virgen María

La Iglesia siempre honra a San José con María y Jesús, especialmente durante las solemnidades de Navidad. Evangelio de este día es de hecho la del 24 de diciembre. Un calendario copto nos dice que San José fue honrado litúrgicamente de una manera especial el 20 de julio, desde el siglo VIII. A finales del siglo XV, su fiesta se mantuvo el 19 de marzo y en 1621 Gregorio XV la extendió a toda la Iglesia. En 1870, Pío IX proclamó protector a San José de la Iglesia universal.
Este santo "de la carrera real de David" era un hombre justo (Evangelio). Como por su matrimonio con la Santísima Virgen, San José tiene ciertos derechos sobre el fruto bendito del vientre virginal de su cónyuge, existe una afinidad moral entre él y Jesús. Ejerció en el Niño-Dios una autoridad paternal cierto, que el prólogo de San José alude delicadamente como la de un padre adoptivo. Sin haber engendrado a Jesús, a San José por los lazos que le unen a María, es legal y moralmente el Padre del Hijo de la Virgen María.

De ello se desprende que debemos honrar con un homenaje especial esa dignidad o la excelencia sobrenatural de San José. "En la familia de Nazaret", dice Cornelius a Lapide, "eran las tres más grandes y excelentes personas en el mundo. Por tanto, a Cristo se debe el culto divino, a la Virgen y a San José un culto más alto que a los santos. Dios le reveló el misterio de la Encarnación (Ibid.) y "lo eligió entre todos" (Epístola) a comprometerse con su cuidado del Verbo Encarnado y la virginidad de María.

El himno de Laudes dice que: "Cristo y la" Virgen estaban con él en su última hora y miraron a él sus rostros que brillaban con dulce serenidad "San José fue al cielo para siempre a gozar de la visión beatífica de la Palabra cuya humanidad. había tanto tiempo y tan estrechamente contemplado en la tierra. Este Santo es, por tanto, considerado justamente el patrón y el modelo de las almas interiores y contemplativas. Y en el hogar celestial de San José tiene una poderosa influencia sobre el corazón del Hijo y de su beatísima Esposa (por cobrar).

Imitemos en este santo tiempo de la pureza, la humildad, el espíritu de oración y la meditación de José en Nazaret.

Justus ut palma florebit: cedrus sicut Libani multiplicabitur: plantatus en domo Domini: en atriis domus Dei nostri. * Bonum est confiteri Domino: et psallere nomini tuo, Altissime.
El justo florecerá como la palmera; crecerá para arriba como el cedro del Libanus: Plantados en la casa del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios.
(Salmo 91:13-14,2 del Introito de la Misa)

Sanctissimae Genitricis tuae Sponsi, quaesumus, Domine, Meritis adjuvemur: ut, quod possibilitas nostra no obtinet, ejus nobis intercessione donetur.
Te rogamos, Señor, que tal vez ayudado por los méritos del Esposo de tu Santísima Madre, que lo que no podemos obtener de nosotros mismos, pueda ser dado a nosotros por medio de su intercesión.
(Por cobrar)

Continuación del santo Evangelio según san Mateo.
 La generación de Cristo fué como sigue.Desposada su madre María con José, se halló antes de vivir juntos ellos, que había concebido del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería exponerla se proponía despedirla en secreto. Más andaba con ese pensamiento, he aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, antes que se juntasen, se halló haber concebido por obra del Espíritu Santo. Con lo cual José su marido, siendo un hombre justo y no quería exponerla públicamente, era quiso dejarla secretamente. Y pensando él en esto, he aquí el ángel del Señor se le apareció en sueños, diciendo: José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del del Espíritu Santo. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. , Porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
(San Mateo 1:18-21)


          Iste, laeti quem
               Él, a quien los fieles alegremente honran



Escrito por el Padre. Juan Escollar (muerto en 1700), este himno se utilizaba antiguamente en las Laudes de la fiesta de San José, Esposo de la Santísima Virgen María (19 de marzo). Todavía se utiliza para esta fiesta, pero para el Oficio de Lecturas. También es el himno para el Oficio de Lecturas para la Fiesta de San José Obrero, el 1 de mayo.
Me STE, colimus laeti quem, fideles
Cuius excelsos canimus triumphos,
hac morir Iosef meruit perennis
gaudia vitae.
O nimis felix, nimis o beatos,
Cuius extremam vigiles ad horam
Christus et Virgo simul astiterunt
Sereno mineral.
 
Iustus insignis, laqueo solutus 1
carnis, ad sedes placido sopore
aeternas Migrat, cingit rutilisque
sertis tempora.
Regnantem Ergo, omnes flagitemus,
Adsit ut nobis, veniamque nostris
obtinens culpis, tribuat supernae
munera pacis.
Plausus tibi Sint, honores sint tibi,
Trine qui regnas Deus, et coronas
servo aureas tribuis fideli
omne por aevum. Amén.
 



COMO CRISTO SE ESCONDIÓ DEL MUNDO





Cómo Cristo se escondió del mundo

“La luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.”

Jn. I:5


                     

De todos las ideas que se nos ocurren al contemplar la estadía de Nuestro Señor Jesucristo entre nosotros, tal vez ninguna tan conmovedora y seductora como ésta sobre la oscuridad que lo envolvió. No me refiero a su condición oculta por lo de su humildad, sino a la oscuridad en que El se envolvió y el secreto que prefirió observar. La Escritura refiere frecuentemente a esta nota de su Primera Venida como en el texto que dice “la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron”, lo que contrasta notablemente con lo que se ha profetizado acerca de su Segunda Venida. Entonces “todos lo verán”, lo que implica que todos lo reconoceremos. En cambio, cuando estuvo entre nosotros la primera vez, aunque muchos lo vieron, en verdad muy pocos supieron discernir Quién era. Había sido profetizado que no tendría “apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni aspecto para que nos agrade” (Is. LIII: 2) y al final de su vida pública El le dijo a uno de Sus doce amigos, sus elegidos, “Felipe, ¿tanto tiempo he estado contigo y aún no me conoces?” (Jn. XIV:9).
 desarrollaremos  una o dos ideas a propósito de  tan notable circunstancia y que, Dios mediante, podrían ser de provecho.

1.- Y en primer lugar, pasemos revista a algunas de las circunstancias que caracterizaron Su estadía entre nosotros.

Su condescendencia a bajar del cielo, a dejar la gloria de Su Padre y encarnarse son cosas que de tal manera exceden el poder de las palabras y de los pensamientos que uno creería de buenas a primeras que importa bien poco que viniese como príncipe o mendigo. Y con todo, no por eso deja de ser más admirable que haya venido como alguien de baja condición en razón de lo que sigue: en efecto, tal vez se podría pensar que si bien El condescendió a bajar a la tierra, a lo mejor no habría querido someterse a esa condición en la que se lo ignoraría y despreciaría. Porque, como se sabe, los ricos no son despreciados por el mundo a diferencia de los pobres que siempre lo son. Si hubiese venido como un gran príncipe o un noble, el mundo, sin adivinar siquiera que era Dios, de todos modos al menos lo habría tratado con consideración y honra, como corresponde a un príncipe. Pero cuando adoptó un estado tan humilde cargó con una humillación adicional la de ser objeto de desprecio, de befa, se expuso a la humillación de ser brutalmente ignorado y torpemente profanado por Sus creaturas.

¿Cuáles fueron las reales circunstancias de Su venida? Su Madre es una mujer pobre; viene a Belén para ser censada, obligada a viajar cuando hubiera preferido quedarse en su casa. Descubre que no hay lugar en la posada; se ve obligada a instalarse en un establo; trae a luz a su Hijo primogénito y lo acuesta en un pesebre. Aquel pequeño bebé, así nacido, así acostado, no es otro que el Creador del cielo y de la tierra, el Hijo Eterno de Dios.

Pues bien, El había nacido de una mujer pobre, lo habían acostado en un pesebre, criado para un oficio bajo, el de carpintero. Y cuando comenzó a predicar el Evangelio no tenía dónde reclinar su cabeza: por fin, condenado a muerte, es a una muerte infamante y odiosa, la muerte que correspondía a los criminales.

Durante los últimos tres años de su vida predicó el Evangelio, digo, tal como se lee en la Escritura; mas no comenzó a hacerlo hasta que cumplió treinta años de vida. Durante los primeros treinta años de su vida parece ser que vivió de manera exactamente igual a como vive un hombre pobre en nuestros días. Día tras día, estación tras estación del año, invierno y verano, un año tras otro, y luego otro, pasaban, como le puede pasar a cualquier de nosotros. Pasó de ser un bebe en brazos a ser un niño, y luego un joven, y así creció como “una planta tierna”, creciendo en sabiduría y estatura. Y luego, parece haber adoptado el oficio de José, su padre putativo, continuando así una vida de lo más ordinaria, sin sobresaltos, hasta que cumplió los treinta. ¡Qué cosa admirable todo esto! Que haya estado viviendo aquí sin hacer nada notable, tantos años; viviendo aquí entre nosotros como si fuera por el sólo gusto de vivir entre nosotros; sin predicar, ni asociar discípulos, ni promover en modo alguno la causa por la que en primera lugar había bajado del Cielo. Seguramente hay profundas y sabias razones que Dios en su consejo tenía para que siguiera tanto tiempo en perfecta oscuridad. Sólo quiero señalar que nosotros no sabemos cuáles son esas razones.   

Y es muy de notar que aquellos que contemporizaban con El parecen haberlo tratado como a un igual. Sus hermanos, esto es, sus parientes próximos, sus primos, no creían en El. Y se nos refiere que cuando comenzó a predicar y se agolpó una muchedumbre para oírlo “los suyos salieron para apoderarse de El, porque decían «Ha perdido el juicio»” (Mc. III:21). Lo trataban como uno se inclinaría a tratar y con alguna razón a cualquier conocido nuestro que se pusiera en nuestros días a predicar por las calles. Digo “con alguna razón” porque generalmente tales sujetos predican un nuevo Evangelio, y por tanto deben estar equivocados. De igual manera, predican sin haber sido enviados y contra la autoridad lo cual está mal también. Por tanto, frecuentemente nos sentimos tentados de decir que tales sujetos “están fuera de sí” o que están locos, y eso sin ser injustos. Muchas veces resulta caritativo decir tales cosas pues sigue siendo cierto que “loco” siempre será acusación menos seria que la de desobediente. Pues bien, eso que diríamos de tales personas fue lo que sus amigos dijeron de Nuestro Señor. Habían vivido tanto tiempo a su lado y aún nada sabían acerca de El: no entendían Quién era. Nada veían que marcara una diferencia entre El y los demás. Vestía como los demás, comía y bebía como cualquiera, entraba y salía, hablaba, caminaba y dormía como todo el mundo. Era, en todos los sentidos de la palabra, un hombre; excepto en que no tenía pecado. Y esta última diferencia no era fácil de detectar para los más puesto que ninguno de nosotros entiende a aquellos que son muchos mejores que nosotros. De tal modo que Cristo, el santo Hijo de Dios, podría vivir cerca nuestro, y nosotros no darnos cuenta.

2.-   Sostengo que Cristo, el santo Hijo de Dios, podría estar viviendo ahora en el mundo como el vecino de al lado y que sería posible que no nos diéramos cuenta. Y esta es consideración en la que deberíamos detenernos. No digo que no haya una cantidad de personas que sabríamos de cierto que no eran el Cristo; desde luego, ninguno que llevara una vida mala o irreligiosa. Mas hay una serie de personas que en ningún sentido son irreligiosas o que puedan estar expuestas a acusaciones graves que a nuestros ojos se parecen a cualquier otra y que sin embargo Dios tiene en particular consideración. Me refiero a la gran masa de aquellos que llamamos gente respetable, entre los cuales hay gran variedad: algunos son meramente decentes, gente exteriormente correcta, que no tiene mucho sentido de la religión, que no se niegan, que no tienen un ardiente amor a Dios y que aman al mundo: gente que, si bien se empeña en una vida regular y ordenada, ya porque carecen de pasiones fuertes, ya porque adquirieron estos hábitos a una edad temprana y se han  acostumbrado a una vida prolija, correcta y decente poco más se puede decir de ellos. Pero hay otros que vistos desde el exterior son exactamente iguales y que sin embargo en sus corazones son muy distintos. No se distinguen por su exterior, no hacen grandes despliegues de su interioridad, se comportan de la misma manera apacible y ordenada que los demás. Y sin embargo en realidad se están entrenando para ser Santos en el Cielo. Hacen todo lo posible por cambiarse, por ser como Dios, por obedecer a Dios, se disciplinan y renuncian al mundo; pero lo hacen en secreto, tanto porque así se los manda Dios como porque no les gusta que esto se sepa. Mas aún, hay un buen número de otros que se encuentran entre estos dos tipos, con más o menos mundanidad y más o menos fe. Y sin embargo a los ojos de la mayoría todos se parecen bastante puesto que la verdadera religión se vive escondidamente en el corazón; y si bien tal religión no puede existir sin hechos y buenas acciones, la mayor parte de sus hechos y acciones permanecen ocultas: caridades secretas, oraciones secretas, secretas negaciones, secretas luchas, secretas victorias.

Por supuesto, en la medida en que como personas aparecen a la luz de la vida pública serán vistos y examinados, y en cierto sentido serán más conocidos; pero aquí me refiero a la condición ordinaria de los más en su vida privada, tal como la de Nuestro Salvador durante treinta años; y todas estas vidas se parecen mucho. Y son tantas que a menos que nos acerquemos mucho, no advertiremos la diferencia que hay entre unas y otras: no tenemos cómo hacerlo y no es cosa de nuestra incumbencia. Y sin embargo, aunque no tenemos derecho alguno a juzgar a los demás sino que hemos de dejarle eso a Dios, podemos estar perfectamente seguros de que un hombre realmente santo, un santo vedadero, aunque se parezca a los demás hombres, tiene con todo una suerte de poder secreto dentro suyo que atrae a los que son de su condición una atracción sobre los que piensan de manera semejante y así ejercen influencia sobre todos los que se le parecen. De manera que frecuentemente esto se transforma en un test: el de ver si tenemos una “forma mentis” análoga a la de los Santos de Dios, ver si acaso ejercen influencia sobre nosotros.

Y a pesar de que muy pocas veces disponemos de los medios para saber quiénes son los Santos de Dios mientras somos sus contemporáneos, cuando ya no están entre nosotros, quizá cuando ya han muerto y se han ido, podemos, retrospectivamente, examinarnos y establecer si, cuando estábamos en su compañía, ejercían poder sobre nosotros, si sentimos entonces su atracción, si su influencia nos hizo más humildes, si acaso su presencia no hacía arder nuestros corazón.
¡Helás! Demasiadas veces encontraremos que estuvimos cerca de ellos durante mucho tiempo y que aun cuando disponíamos de los medios de conocerlos sin embargo no los conocimos; y este es un cargo grave que pesa sobre nosotros. Ahora bien, todo esto sucedió de manera ejemplar en el caso de Nuestro Salvador, sobre todo porque era tan santo.

Cuanto más santo es un hombre, menos comprendido es por los hombres del mundo. Todos quienes conservan algún destello de fe en alguna medida lo comprenderán, y cuanto más santo sea, mayor será el poder de su atracción. Mas aquellos que sirven al mundo serán como ciegos a su respecto, lo menospreciarán y les producirá disgusto cuanto más santo sea. Esto, sostengo, ocurrió con Nuestro Señor. Era Todo-santo, pero “la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.” Sus parientes más cercanos no creían en El. Y si esto fue realmente así por las razones que he dicho, seguramente podemos preguntarnos si acaso nosotros lo habríamos entendido mejor que ellos: si aunque hubiéramos sido sus vecinos, los moradores de al lado, o si hubiésemos sido alguno de sus parientes, si entonces lo habríamos identificado como alguien Distinto, a El que se comportaba de manera tan apacible y correcta; o si más bien, aún cuando lo respetáramos (¡Dios mío, qué palabreja! ¡Qué lenguaje para referirnos al Altísimo!), aun cuando llegáramos a tanto, si acaso no lo habríamos hallado un tanto extraño, excéntrico, extravagante y soñador. Mucho menos habríamos detectado alguno de los destellos de aquella gloria que tenía cuando estaba con su Padre antes de la creación del mundo, gloria que estaba escondida pero no anulada por Su tabernáculo terreno. En verdad que éste es un pensamiento terrible: puesto que si El hubiese estado cerca nuestro durante tanto tiempo y nosotros sin advertir en El nada admirable, podemos tener por seguro que ésta habría sido una clara prueba de que no éramos de los Suyos, puesto que “las ovejas oyen su voz, y él llama por su nombre a sus ovejas y las saca fuera”. Podríamos entonces colegir que si se nos admitiera a Su presencia en el cielo no lo conoceríamos, no admiraríamos su grandeza, no adoraríamos su gloria, ni amaríamos su excelencia.

3.- Y aquí arribamos a otro pensamiento muy grave sobre el que quiero decir alguna cosa. Ocurre que somos muy inclinados a desear haber nacido en los días de Cristo y con tales deseos solemos excusarnos por nuestra mala conducta cuando la conciencia nos lo reprocha. Decimos que si hubiésemos contado con la ventaja de estar con Cristo habríamos tenido motivos más sólidos y restricciones más eficaces contra el pecado. Contesto diciendo que, lejos de admitir que la presencia de Cristo habría bastado para reformarnos de nuestra vida pecaminosa, lo más probable es que, por el contrario, justamente esos hábitos pecaminosos nos habrían impedido reconocerlo. Ni siquiera nos habríamos dado cuenta de que El estaba allí, presente; y aun cuando El nos hubiese dicho Quién era, no le habríamos creído. Todavía más: incluso si hubiésemos presenciado Sus milagros (así, increíble como suena), aun entonces no nos habrían dejado una impresión demasiado duradera. Sin entrar demasiado en esta materia, considerad solamente la posibilidad de un Cristo cerca nuestro, incluso cuando no hiciera ningún milagro y nosotros ignorando Quién era. Pues bien, creo que eso es exactamente lo que le ocurrió a la mayor parte de sus contemporáneos. Pero basta con esto. A lo que quiero referirme es a lo siguiente: deseo que tomen nota acerca de cuán temible luz arroja todo esto sobre lo que nos espera en el otro mundo. Creemos que el cielo ha de ser un lugar de felicidad para nosotros, con tal de que lleguemos allí; y sin embargo, si tenemos presente lo que sucede aquí abajo, en el improbable caso de que un hombre malo llegara al cielo, ni siquiera caería en la cuenta de que precisamente allí había llegado. Tampoco deseo profundizar sobre el hecho de que, por el contrario, el hecho mismo de que aquel hombre con toda su pecaminosidad estuviese allí constituiría para él un terrible tormento y que se le encenderían dentro suyo las llamas del infierno. En verdad que éste sería un modo horrible de descubrir dónde estaba. Pero supongamos un caso menos grave: pongamos por caso que pudiese permanecer en el cielo sin mayor daño. Con todo, parecería que ni siquiera sabría que estaba allí. No podría vislumbrar cosa alguna gloriosa en aquel lugar. ¿Acaso podría concebirse una mayor cercanía al Cristo que la de aquellos que lo atraparon, le pegaron, lo escupieron, extendieron sus miembros sobre la cruz, lo clavaron, levantaron aquel madero, se mantenían de pie burlándose de El, le dieron vinagre, se acercaron a cerciorarse si estaba muerto y luego le atravesaron un costado con una lanza? ¡Terrible cosa ésta, el sólo pensar que la más próxima cercanía del hombre a Dios sobre la tierra ha sido con espíritu de blasfemia! En efecto, ¿quién Se le acercó más? ¿Santo Tomás a quien se le permitió extender su mano y reverentemente tocar Sus heridas, o acaso San Juan que recostó su cabeza sobre su pecho, o más bien los brutales soldados que lo profanaron, miembro tras miembro torturándolo nervio sobre nervio? Seguramente su Bendita Madre se acercó todavía más que éstos; y nosotros, si verdaderos creyentes, estamos incluso más cerca aun, puesto que espiritualmente ingresa dentro nuestro; mas éste es otro modo de cercanía, una especie de aproximación interior.

De entre aquellos que se le acercaron externamente, los que lograron aproximarse más a El no sabían nada de El. Y así sucede con los pecadores: si caminaran cerca del trono de Dios lo contemplarían con mirada estúpida; lo tocarían; se entrometerían con las cosas más santas; seguirían como bobalicones intrusos, no por deseo de malas cosas, sino por razón de una brutal y torpe curiosidad hasta que los vengadores relámpagos los destrozaran. Todo por falta de sentidos para guiarlos en el asunto.

En nuestra condición terrestre nuestros sentidos corporales nos advierten sobre la cercanía o aproximación del mal y del bien. Por medio del sonido, a través del olfato, incluso por los sentimientos sabemos qué nos pasa. Sabemos que nos estamos exponiendo demasiado a la intemperie o que nos esforzamos en demasía. Recibimos advertencias que creemos que no debemos ignorar.  Ahora bien, los pecadores carecen de sentidos espirituales; nada pueden presagiar; no saben qué les va a pasar de un momento a otro. De modo que proceden sin temor alguno, adentrándose más y más entre precipicios hasta que de repente caen o son derribados y perecen. ¡Seres miserables! Y esto es lo que hace el pecado a las almas inmortales convertirlos en algo así como ganado que inconscientemente camina hacia el matadero para ser degollado y que sin embargo olfatea y huele las armas que lo han de destruir.

4.- Mas uno podría preguntarse, ¿de qué modo esto nos concierne? Nosotros no hemos de insultar así, ni de ningún otro modo a Su Majestad. ¿Estamos tan seguros de que no? Ciertamente, seríamos incapaces de blasfemar de un modo tan desfachatado: pero no es imposible que seamos capaces de blasfemar de un modo u otro. Es que muchas veces los pecados más grandes son menos notables; hay insultos menos rimbombantes y que sin embargo resultan más amargos, y males más sutiles que resultan más profundos. ¿No recordamos aquel terrible pasaje: “Si alguno habla contra el Hijo del hombre, esto le será perdonado, pero al que hablare contra el Espíritu Santo, no le será perdonado ni en este siglo ni en el venidero” (Mt. XII:32)?  Pues bien, no estoy juzgando aquí si esta tremenda advertencia de Cristo puede cumplirse en los cristianos de esta dispensación, aunque al recordar que justamente ahora estamos bajo el ministerio de aquel Espíritu al que se refiere Nuestro Señor, la cuestión se las trae. Como fuere, traigo a colación este pasaje para señalar que puede haber pecados peores que incluso el insulto y la injuria proferidos directamente contra la Persona de Cristo, por más que hubiésemos creído que no era posible algo peor, y por más que esos pecados no fueran tan flagrantes y notables. Con tal pensamiento en la mente, consideremos lo que sigue.

En primer lugar, que Cristo todavía permanece sobre la tierra. Dijo expresamente que volvería. La venida del Espíritu Santo es tan realmente Su propia venida que antes podríamos negar que estuvo entre nosotros en los días en que estaba revestido de carne, cuando se lo podía ver en este mundo, que negar que ahora esta aquí, con la presencia de su Santo Espíritu. En verdad que esto es un misterio, cómo Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, ambas Personas, pueden ser una sola, cómo puede estar en el Espíritu y el Espíritu en El; mas así es.

Por lo demás, si El está todavía sobre la tierra y sin embargo esto de manera invisible (lo cual no puede negarse), está claro que permanece en la misma condición que eligió para sí en los días de Su carne. Quiero decir que El es un Salvador escondido y (si nos descuidamos) podemos acercarnos a El sin la debida reverencia y temor. Digo, donde quiera que esté (pues esa es otra cuestión), aún está aquí y aún permanece escondido; y cualesquiera sean los signos de Su Presencia, seguramente siguen siendo de tal naturaleza que admiten dudas. Y si algunos quieren argumentar con sutileza y agudeza pueden producir dudas y perplejidades en sí mismos y en los demás, tal como lo hicieron los judíos en los días de Su carne, hasta incluso llegar a pensar que El no está en ninguna parte. Y entonces, en la convicción de que El está muy lejos, desde luego que pueden creer que resulta imposible insultarlo como lo hicieron antaño los judíos. De modo que si acaso El está ahí, aun así pueden acercarse a El e insultarlo aunque no se den cuenta de lo que están haciendo.  Precisamente así ocurrió con los judíos que eran demasiado ignorantes para darse cuenta de lo que estaban haciendo. Resulta probable entonces que nosotros podemos ahora cometer semejantes blasfemias contra El tal y como originalmente lo hicieron los judíos puesto que estamos bajo la dispensación del Espíritu Santo contra el cual se pueden cometer pecado aun más odiosos. Y en segundo lugar, porque Su presencia es tan poco notable ahora como lo fue cuando se paseaba revestido en carne en tiempo de los judíos.

Hay más: cuando consideramos cuáles y cómo son los signos de Su presencia advertimos razones suplementarias para andar con tiento toda vez que esos signos fácilmente inducen a la irreverencia a menos que nos comportemos con humildad y seamos muy atentos. Por ejemplo, la Iglesia es llamada “Su Cuerpo”: lo que era su cuerpo material cuando permanecía visible sobre la tierra, tal es la Iglesia ahora. Es el instrumento de su Divino Poder; a ella debemos acercarnos para adquirir los bienes que El dispensa; y al insultarla, despertamos Su ira. Ahora bien, ¿qué cosa no es la Iglesia sino, como si dijéramos, un cuerpo humillado que casi provoca el insulto y la profanación, sobre todo cuando los hombres de Iglesia no viven de la fe? Un vaso terreno, mucho más aun que el de Su cuerpo de carne, pues ese era por lo menos impecable, en tanto que la Iglesia es ensuciada por sus propios miembros. Sabemos que, en el mejor de los casos, sus ministros son imperfectos y yerran, con pasiones afines a las de su grey. Y sin embargo de ellos El ha dicho, no sólo referido a sus Apóstoles sino también a los setenta discípulos (a cuya altura seguramente están los ministros cristianos en su oficio), “El que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que os desprecia, a Mí me desprecia, y el que Me desprecia, desprecia a Aquel que me envió”. (Lc. X:16).

De nuevo: El hizo a los pobres, a los débiles, a los afligidos signo e instrumento de Su Presencia; y aquí también, como está harto claro, aparece la misma tentación de negligencia o profanación. Así como El era, así son los que El eligió por discípulos. Y así como su estado oscuro e indefenso indujo a los hombres a insultarlo y maltratarlo, así en cuanto los que se le asemejan y siguen son efectivamente signos de Su presencia, así también reciben los mismos insultos ahora. Que tales son sus signos, los signos de Su presencia, surge a las claras de muchos pasajes de la Escritura: por ejemplo cuando dice, “Quién recibe un solo niño en Mi Nombre, a Mí me recibe” (Mt. XVIII:5). Y en otro lugar le dijo a Saulo que perseguía a sus discípulos: “¿Por qué Me persiges?” (Hechos IX:4). Y nos advierte que en el Ultimo Día les dirá a los justos “Tuve hambre y Me dieron de comer; tuve sed y Me disteis de beber; era forastero y Me acogisteis; estaba desnudo y Me vestisteis; estaba enfermo y Me visitasteis; estaba preso y vinisteis a verMe”. Agregando luego: “En verdad os digo: en cuanto le hicisteis a uno solo, al más pequeño de estos mis hermanos, a Mí lo hicisteis”. (Mt. XXV: 35-40). Por lo demás, establece igual conexión entre Su persona y Sus discípulos cuando se dirige a los malos. Lo más notable de este pasaje¾¾y lo que lo hace más terrible¾¾es aquello que ya ha sido notado antes por Pascal, que ni los justos ni los pecadores supieron lo que habían hecho; aun los buenos son aquí representados como absolutamente ignorantes de que se habían aproximado al Cristo. Ellos preguntan, “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?” Por tanto, en todas las épocas Cristo está en el mundo, y sin embargo no de manera tan visible cómo en los días de Su carne.

E igual observación se puede hacer respecto de Sus mandatos, que son a la vez lo más sencillos y que sin embargo están íntimamente conectados con El. En su primera carta a los Corintios, San Pablo muestra simultáneamente cómo resulta tan fácil cuanto temible la posibilidad de que profanemos la Cena del Señor toda vez que mientras denuncia cuán graves han sido los excesos de los Corintios, también señala que es porque “no han discernido el Cuerpo del Señor” (I Cor. XI:29).
Cuando nació en el mundo, el mundo no lo conoció. Se lo acostó en un pesebre, entre ganado, mas entonces todos los ángeles de Dios lo adoraron (Lc. II:13-14). Ahora también, está presente sobre una mesa, no muy llamativa quizá y tal vez deshonrada en sus circunstancias; pero mientras la fe adora, el mundo sigue de largo.

Oremos pues pidiendo que El nos ilumine los ojos de la inteligencia, que podamos pertenecer al Húesped de los Cielos y no a este mundo. Y que así como los hombres carnales no podrían percibirlo aun en el Cielo, que los de corazón espiritual puedan acercársele, poseerlo, verlo incluso en este mundo. 
                                   
tomado de como Cristo se escondió del mundo de Newman


* Aquí Newman recurre a ese vocablo religioso de tanto ímpetu cuánto perfectamente intraducible: