jueves, 18 de julio de 2013

LA INCREÍBLE FAUNA HUMANA

Tomado del libro Psicología Humana del P. Castellani

Las funciones:


La increíble fauna humana     


Hemos visto que uno de los “errores” que encontraban en las obras de Santa Teresa sus “censores” era:
—que el alma es diferente del espíritu;
—que las diferentes funciones o facultades del alma son diferentes del alma y diferentes entre sí.
¡En el nombre de Durando, de Escoto y de Suárez, el alma es una energía enteramente simple y sin partes!
En el nombre de la experiencia, yo siento que mi espíritu está unido con Dios y todas mis potencias están distraídas y desbaratadas. —Eso es enfermedad —o es demonio. 

Después de la cuestión de la realidad del alma, y de su simplicidad, aparece la cuestión de la diferenciación del alma —o de sus facultades. Si la simplicidad del alma es evidente su diferenciación es igualmente evidente y estas dos cosas parecen contradecirse: “el objeto de la Psicología es paradojal”.
La “increíble fauna humana” es la prueba irrebatible de que en el espíritu humano hay diferentes funciones, poderes y potencias. Los hombres se diferencian entre sí enormemente; y no solamente por fuera sino también y mucho más por dentro. Hay millones de rostros y cada uno es diferente; hay millanares de millones de almas y ninguna es igual a la otra. Fíjense: la especie humana se considera ser una sola especie; sin embargo hay en ella más variedades que todas las especies de mamíferos, peces y aves juntos. El lenguaje popular expresa eso llamando con nombres de bichos a nuestros semejantes, ¡y no le alcanzan los nombres de los bichos que existen! Zorros, leones, víboras, culebras, águilas, perros, caballos, burros, camellos, otarios, besugos, serpientes, pájaros y pajarones y otra cantidad de nombres abstractos, —como intelectual, voluntarioso, sentimental, impulsivo, imaginativo, sensual— nos sirven para clasificar a las gentes y no nos dan abasto. “Este hombre es inclasificable! ¡Es único! ¡No se parece a nadie!” En realidad cada uno de nosotros es único: “cá cual es cá cual”. Pero eso ya toca al misterio de la personalidad, y no solamente al problema de las facultades. Sin embargo, la personalidad no se revelaría sin el carácter, y el carácter no existiría sin las facultades.

En un lapso de tiempo que se extiende desde Descartes hasta casi nuestros días se negó la existencia de las facultades o potencias del alma. El catecismo seguía diciendo perseverante: “¿Cuántas son las potencias del alma? Las potencias del alma son tres, memoria, entendimiento y voluntad”; pero Descartes había gritado: “El alma es una y única y no hay en ella ninguna división de partes “. Y tras Descartes, Spinoza; y tras Spinoza, Herbart y después Lipps y Lotze y Balmes negaron sucesivamente esa “vivisección psíquica”, ese descuartizamiento de la personalidad, esa especie de “atlas de la península italiana, toda dividida en pequeños reinos, ducados, marquesados, repúblicas...” como decía Taine. 

Nosotros sabemos (y la increíble fauna humana es la prueba de ello) que el alma no es como un atlas de Italia o de Centro América —ni siquiera como un cuerpo con sus manos sus pies y su cabeza, sus órganos y sus miembros— pero que se pueden distinguir en ella diferentes partes potenciales, no ciertamente partes en el sentido vulgar (cuantitativas, integrantes), sino diferentes poderes o funciones; puesto que hay en nuestra 


conciencia diferentes actos, en nuestra conducta diferentes hábitos y en nuestra convivencia diferentes caracteres. Y puesto que podemos conocer el carácter de los otros, —sea por intuición, sea por introyección, sea por empatía— aún cuando es muy diferente del nuestro, eso prueba que somos UNO en naturaleza y muchos en persona, que en esa diferenciación hay unificación; y que en la unidad de nuestra alma hay diferenciación. De este teorema psicológico sacaba San Agustín un ejemplo para explicar el misterio de la Trinidad divina: “nosotros somos un Yo, un conocer y un querer —decía. Y estas tres cosas son una sola; y sin embargo, el querer no es el conocer.”
Voy a poner dos ejemplos de la diferenciación humana, voy a explicar brevemente el atlas de las facultades, y después, si puedo, voy a referirme brevemente a los hábitos y a sus leyes. 

* La Caracterología, que es una parte de la Psicología, se basa toda ella en ese hecho de la inmensa diferenciación humana. (Tengo delante de los ojos cuando escribo un retrato de cuatro criaturas, la mayor de 8 años, la menor de un año —una foto de hace 50 años. Conozco actualmente esos cuatro hermanos; son diferentísimos entre sí: la misma sangre, el mismo ambiente, la misma educación y actualmente más diferentes entre sí que un huevo y una castaña, muchísimo más; tan diferentes entre sí como lo demoniaco y lo santo).
Les voy a contar dos casos en que dos hombres, puestos en idénticas circunstancias, reaccionan a lo santo y a lo demoníaco, los dos históricos.
Un sacerdote amigo mío fue una temporada capellán de la cárcel de Coronda, la mayor del país y la mejor de Sudamérica. Un día recibió una carta de un padre del Verbo Divino de Formosa junto con la confesión de un moribundo, que decía en suma lo siguiente:
“Estoy por morir. El padre confesor me impone que haga por escrito la siguiente confesión: yo soy el asesino del turco N.N. que fue encontrado muerto y mutilado en tal fecha, en tal localidad, al lado de una laguna. Yo lo maté a puñaladas, lo degollé y lo castré. Yo era comisario en aquel entonces, como lo soy ahora. Acusé del crimen a un polaco vecino, llamado R.R., el cual fue condenado y está actualmente en la cárcel de Coronda. Que Dios quiera perdonarme, etc.”

El Director de la cárcel, puesto en conocimiento de esta carta, exclamó: “Efectivamente, ese polaco está aquí preso desde hace 14 años. Es un santo. Se porta tan bien que lo dejamos habitualmente suelto y ayuda en muchas cosas del servicio. Haré todas las gestiones necesarias para que lo pongan libre. Vaya y dígale de mi parte que se considere desde ya como libre y que me diga en qué quiere trabajar, que yo le buscaré ese trabajo en este pueblo”.
El capellán cumplió la misión y el polaco contestó: que efectivamente era inocente de ese crimen pero que no era inocente de otras cosas; que quería quedarse en la cárcel a cuidar a los enfermos, hasta su muerte, con tal que le diesen la comida. Y con gran estupefacción de todos los presos, del Director y del Capellán se quedó de esclavo perpetuo y enfermero gratuito de asesinos y de ladrones, de la peor ralea de gente que hay en el mundo, de la cual no se puede esperar ni siquiera que dé las gracias.
Este hombre, víctima de una injusticia atroz, se había santificado con ella. Podía no. Podía haberse muerto de horror, podía haberse desesperado. Entonces uno dice: “La tribulación santifica al hombre, el dolor cría las virtudes, etc. etc.”, lo que dicen los beatones cuando no quieren ayudar al prójimo. ¡Espérate un momento!
Otro caso histórico también que trae en su “Note Book” el gran novelista 
inglés Evelyn Waugh:
 
Cerca de la cárcel de Dartmoor había una duquesa “filántropo” que se dedicaba a hacer caridad a los pobres presos. Uno de sus favoritos era un viejito preso de muchos años y acusado de haber estrangulado a una muchacha, el cual protestaba que era inocente; y la duquesa estaba convencida de ello. Tanto hizo, tanto movió, tanto alegó y trabajó a favor de él que consiguió la revocación de la sentencia. Le dieron la libertad en una gran fiesta pública que se hizo en la cárcel con música, versos y discursos, después de la cual el inocente liberado besó la mano de la Duquesa, hizo la venia al Gobernador y salió de la cárcel en una motocicleta nueva que le habían regalado para dirigirse a su pueblo en Yorkshire donde tenía todavía parientes. En el camino encontró una muchacha solitaria que iba también a su casa: la violó y la estranguló. Y volvió a la cárcel. 

He aquí dos ejemplos de la increíble fauna humana: dos hombres que en las mismas circunstancias se enderezan de modo muy diverso: liberados ambos de la cárcel, vuelven a ella pero ¡qué diferente!: la cárcel a uno santifica, al otro pervierte. Me dirán que esto prueba el misterio de la personalidad y del libre albedrío, no la diferenciación de las facultades...
También sirve: no hay personalidad sin carácter, no hay carácter sin hábitos, no hay hábitos sin potencias... Estos dos hombres tienen dos “Weltanschauimgen” contradictorias; si un hombre ve una muchacha, y recuerda a la Virgen María y la venera, y otro hombre ve una muchacha se precipita sobre ella y la estrangula, estos dos hombres ven una misma cosa y ven una cosa muy diversa: ven lo mismo pero perciben muy diverso ¿y cómo podría el entendimiento ver lo mismo y percibir diverso si no hubiese en él otra cosa que no es entendimiento —llamémoslo voluntad? Como un hombre está determinado respecto de su último fin, así ve todas las cosas —dice egregiamente Santo Tomás. Tenemos la primera diferenciación funcional y la más fundamental en el hombre: el lado del conocimiento, el lado de la tendencia. El hombre es una cosa que mira y es una cosa que marcha: como una locomotora con un gran faro; y asegún como marcha, así mira; y asegún como mira, así marcha. En la próxima conferencia veremos la unión de estos dos elementos esenciales, el movimiento y el conocimiento, en el gesto humano. 

Ahora bien, dentro de estas dos grandes parcelas hay muchas distinciones, porque no es lo mismo la sensación que el concepto, la memoria que la imaginación, el placer y el dolor y la razón; ni es lo mismo el instinto que el sentimiento, la voluntad y la pasión:
estas cosas pelean entre ellas muchas veces, y para pelear hay que ser dos y además hay que estar junto. Esas famosas “luchas del alma” que ponderan los predicadores y que no pueden explicar los cartesianos, suponen que en el alma hay funciones diferentes y suponen que en el alma hay unidad al mismo tiempo; y esto es otra prueba irrefragable de la existencia de las facultades, que no pueden rebatir los antifacultistas.
Ahora pues permítanme que les dé autoritativamente sin demostración, el atlas de las facultades humanas tal como las ve la escuela aristotélica, elaborado pacientemente en 25 siglos de filosofía. Si quieren seguir otro atlas cualquiera, el de Descartes, el de Lange, el de Jung ¡libres! Pero alguno deberán adoptar si quieren estudiar Psicología. “Compadezco a los que dividen el alma para estudiarla; pero más compadezco a los que no la dividen”.
Vamos a verlo en otro ejemplo de la increíble fauna humana: Luis Onceno y Francisco de Paula. Estos dos personajes se encontraron en ese increíble siglo XV, el Renacimiento; y se unieron a pesar de ser más diferentes entre

sí que un huevo y una castaña. 

FRANCISCO DE PAULA nació en Paula de la Calabria y fue el fundador de la orden de los “Mínimos”. Fue un ermitaño. Convirtió al Monarca francés que hizo la unidad de Francia o por lo menos lo domó; o digamos, lo hechizó.
Hijo de padres ricos, sintió desde jovencito la vocación de la soledad. ¿Era un esquizofrénico o un maníaco-depresivo? No era un maníaco ni un esquizofrénico. Era muy alegre y muy equilibrado. ¿Cómo entonces se fue a encerrar a los 20 años en una caverna que él mismo cayó en el fondo de los grandes fundos de su padre, dejando todo el resto a su hermano menor? Ahí verán ustedes: vocación de ermitaño se llama; yo la tengo actualmente. A los 22 años se convirtió al naturismo; es decir, hizo voto de no comer carne, leche, huevos, vino, ni frutas sino solamente agua, pan y legumbres una vez al día después de ponerse el sol; y guardó ese voto hasta los 91 años de edad, o sea 69 años. Yo me he hecho naturista ahora pero más bien por la fuerza, ¡porque hay un restorán naturista muy barato al lado de casa! —ahora que no soy naturista del todo; porque los naturistas le tienen un furor sagrado al pobre tabaco. ¿Qué les habrá hecho a ellos el pobre tabaco? 

Al poco tiempo se le juntaron dos jóvenes compañeros —de vez en cuando un sacerdote iba y les decía misa, nació la orden de los Mínimos, ermitaños que sin embargo viven juntos como los actuales Cartujos y los Camaldulenses. Se multiplicaron las cavernas y las gentes de Cosenza, encabezados por el Obispo, se juntaron y les fabricaron un monasterio, trabajando en su albañilería según cuentan las grandes damas; pues en aquel tiempo había grandes damas aún entre los calabreses —porque ya había empezado la fama de las curaciones que hacía “el tercer Francisco’. Fíjense: el gran clavo de la vocación de ermitaño es cuando uno se enferma; cuando uno se enferma necesita del prójimo y la soledad se vuelve espantosa; de modo que, como “no hay mejor cirujano que el bien acuchillado”, los solitarios se vuelven fácilmente curanderos, porque tienen que curarse a sí mismos. Empezó la gente, empezando por su propia madre, a venir a pedirle oraciones; después consejos; después curas; y éste empezó a curar de una manera extraordinaria: “don de curación” llamábanlo los primeros cristianos; hasta que el rey más poderoso y temido de Europa lo mandó a llamar; él se negó a ir; y el Papa Sixto IV lo obligó —el que hizo la Sixtina.

Hoy día estaría preso por ejercicio ilegal de la Medicina (a no ser que hubiese curado a Evita Perón); como está presa la pobre Úrsula Von Segmen, por intentar curar los ojos por medio de ejercicios sin anteojos y sin diploma; y lo que es más grave, por curarlos; puesto que si no curara no estorbaría a nadie, pero curando estorba al orden social porque estorba a los ópticos y a los oculistas. Está presa: eso me han contado ayer por lo menos. Ojalá que sea macana. 

Esa vocación de ermitaño me hace pensar mucho a mí: es muy rara y Dios me llama a ella. La soledad es contraria al hombre y sólo pueden vivir en ella las bestias y  los dioses —y yo no soy dios. Los teólogos la explican en dos patadas, diciendo que la vida del religioso solitario es más perfecta que la vida de los que viven en conventos (con tal que sea un religioso ya muy ejercitado en las virtudes y con dos tercios por lo menos de camino espiritual hechos —es decir, un semidiós), eso enseña Sto. Tomás; por la simple razón de que Cristo dijo “María eligió la mejor parte” y María representa la vida contemplativa. Pero yo digo que hay un misterio psicológico en la vida del eremita, del mónaco —es decir del solitario. En los primeros cuatro siglos de Cristianismo, miles y miles de romanos se iban al desierto, a Egipto, la Libia, el Líbano; patricios, cónsules, generales, personas ricas como la 

matrona Leta y su hija la virgen Eustaquia, discípulas de San Jerónimo por correspondencia: San Jerónimo otro noble ermitaño, ex-secretario del Papa Dámaso, enorme escritor, que se fue al desierto de Palestina a traducir la Biblia del hebreo al latín vulgar, la Vulgata. ¿Qué les pasaba a esa gente? ¿Una epidemia de locura? No. 

La explicación psicológica del monaquismo para mí es ésta: a veces la sociedad se pone tan corrompida que para mantenerse honesto (algunas almas) no hay más remedio que disparar. A veces decae tanto el ambiente social que la virtud se vuelve “un castigo en sí misma”, castigo de sí misma, la virtud se vuelve vicio, porque hay demasiado vicio (porque, con perdón de ustedes, una monja que tuviese que vivir de sirvienta en un burdel de lujo, como pasó una vez en París en calle Malakoff, sería una recontraprostituta para las otras prostitutas); la virtud se vuelve a veces un castigo y una carga insoportable y entonces surge la vocación del monaquismo cuando la sociedad se vuelve toda un burdel como era la sociedad romana del siglo I y II —como veremos fácilmente en la conferencia VI: “El Resentido del año 33”.  Dejemos esto.
El ermitaño Francisco III abandona la soledad por orden de Sixto IV y un capricho de Luis XI el Implacable. ¿Quién era Luis Once? 

(Tataranieto de San Luis, biznieto de Felipe el Hermoso, nieto de Luis el Testarudo, hijo de Carlos VII el Desdichado, fue el que hizo la unidad de Francia —y no Enrique IV, como está diciendo inexactamente el CLARÍN). Fue un gran político, comparable a nuestro Rosas, y el Papa le dio el título de “Rex Christianissimus”. Mató a su padre a disgustos, envenenó a su hermano Carlos de Berry, tuvo once años en una jaula al Cardenal Arzobispo de París y mandó decapitar a unas 4.000 personas. Como dicen los franceses con feliz frase: “Fue un mal hombre pero un buen francés”.
Este hombre flaco, amarillo, bilioso, de cara de caballo, de piernas débiles de la escultura de Yagey fue un buen bicho; para describirlo no basta un solo bicho, como decíamos antes, hay que buscar muchos: cruel como una hiena, implacable como un tigre, fino como una zorra, taimado como un gato, inteligente como un lince, laborioso como una hormiga, paciente como una araña: le rompían la tela, volvía atrás y comenzaba desde el principio de nuevo una, dos, tres y cuatro veces; a la cuarta vez atrapó a los nobles coaligados contra él en la “Ligue du Bon Public”, encabezada nada menos que por Carlos el Temerario, duque de Borgoña. Era astuto, retorcido, falso, mentiroso, hipócrita, mistificador y comediante ¡gran comediante! como todo gran estadista... 

Decía: el que no sabe engañar no sabe gobernar; decía: todo hombre se vende, la cuestión es saber el precio; decía: si mi camisa supiese lo que voy a hacer, la echaría al fuego: las cosas de Estado no han de contarse ni a su camisa (llamaba así a su primera mujer, Margarita de Escocia). Decía: si lo que llevo en el corazón me subiese a la lengua, me cortaría la lengua. Decía: en un buen pueblo debe haber una exigencia hacia la verdad; en un buen gobernante debe haber el hábito de la mentira.
Venció en una lucha de 40 años a dos enemigos: los nobles franceses adentro, Maximiliano de Austria afuera. Era un gran militar, era un tigre, pero le gustaba más el trabajo de araña: tres veces le rompieron su tela tres veces volvió a comenzar con mayor cautela: era de ésos que nunca olvidan, que nunca perdonan y que siempre aprenden. Su rival, Carlos el Temerario, duque de Borgoña, que era un león, y estaba edificando un gran reino medio francés medio alemán donde hoy está el Sarre, la Alsacia y Dijon —cuando sufría una derrota se mesaba los cabellos, se tiraba al suelo, se encerraba en su tienda y se enfermaba un mes. Luis XI, cuando era derrotado, se encerraba en su aposento y se ponía a pensar por qué cómo iba a hacer la

próxima vez; tomaba una gran rata y un gato y los hacía pelear; y se moría de risa viendo cómo el gato, con el cual se identificaba, atrapaba la rata. 

El duque de Borgoña, Carlos el Temerario, era un hombre noble, gran caballero, gran soldado, gran poeta, de carácter franco, generoso y violento, que acogió al joven Luis el Taciturno cuando su padre Carlos el Desdichado lo quiso encarcelar o quizá matar por sedicioso. Dos veces complotó contra su padre: la primera vez era jovencito, pero cubierto de gloria militar —su padre lo desterró al Delfinado, él empezó a gobernar allí independientemente del Rey— y se hizo la mano de gobernante, ¡la garra! La segunda vez casi derribó a su padre; Carlos de Borgoña lo salvó y después lo ayudó a coronarse, acompañándolo con sus tropas y entrando con él triunfante en París; y apenas se vio rey, se la pegó. Carlos se indignó y lo venció por la fuerza dos veces; y lo tuvo encerrado en el castillo de Dijon amenazándolo con hacerlo morir de hambre; Luis Once lo engañó dos veces, fue derrotado otra vez, lo engañó por tercera y cuarta vez, y lo hizo meterse en una guerra inútil, absurda y perfectamente insensata con los suizos —los cuales atrincherados en sus montañas destrozaron a los borgoñones y dieron muerte a su jefe, con gran alegría de la serpiente, que sin moverse triunfó del león. 

Quesada compara a Rosas con Luis Onceno. Bien. Pero Rosas tenía una proporción mayor de león que de serpiente. O de tigre, si ustedes quieren y son antirrosistas. A mí me parece absurdo ser antirrosista y también ser rosista.
También por la astucia venció al poderosísimo y santísimo Maximiliano de Austria, el abuelo de Carlos V —Maximiliano lo derrotó en campo; pero él se vengó arrebatándole una hija y un hijo, por medio de matrimonios políticos; y después aterraba al austríaco amenazándolo con maltratar a su hija, que era nuera suya; y Maximiliano temblaba porque sabía de lo que era capaz este hombre taciturno, que mandó envenenar a su hermano Carlos de Berry, duque de Guyena, y tuvo once años encerrado en una jaula a la vista de los parisienses al Cardenal La Value, que fue como si dijéramos su Remorino o su Bramuglia por una miseña, por una falta insignificante, por una pequeñísima coima; porque recibió 4.000 escudos por dar las licencias de decir misa a un sacerdote indigno: coima liviana al fin y al cabo, unos $ 400.000 de hoy.
He aquí que el mal hombre buen francés ha triunfado y los cimientos de lo que hoy es Francia están sólidamente puestos; al morir Carlos de Borgoña, Luis se anexó tranquilamente la Borgoña; y después siete reinos más, tres de ellos quitados a los españoles, el Rosellón, el Bearne y Cerdeña. Triunfó. Era el rey más temido y admirado de Europa, uno de los hombres más cultos de su tiempo, hablaba latín y griego, llenó de grandes profesores la Universidad de París, la organizó y la favoreció, fundó la primera imprenta. Francia tenía las finanzas más sanas de Europa, tenía muchas divisas (escudos de oro), nadaba en la abundancia; disciplinó el ejército, fundó la marina, fomentó la industria, creó la minería, levantó la agricultura —atención al Plan Quinquenal— llamó a su lado a los hombres más eminentes del reino y de fuera, como a San Francisco de Paula, concedió al pueblo una nueva constitución a base del sufragio para casi todos los cargos públicos como el de burgomaestre, que él creó; fue muy parco en la distribución de dádivas, dones y automóviles -perdón, galardones, quise decir, a sus amigos —lo que llamaban entonces “permisos de importación”— y finalmente obtuvo del Papa el título de Rex Christianissimus. Había salvado a Francia; pero había perdido su alma. 

Cayó sobre él un gran temor, una gran angustia, una gran melancolía: tenía miedo de morir. Trasladó al castillo de Plessis su corte ostentosa,

corrompida y triste —es decir, sus cortesanas, porque nobles no quería en torno suyo, sino solamente sirvientes de vil ralea ¡y extranjeros! Tenía la idea de que todos los franceses lo odiaban, y no andaba muy descaminado. Rodeó el castillo de murallas, de fosos, de fortines, de trampas de lobos, de centinelas para cortarle el paso a la muerte: tenía la idea de que querían envenenarlo, como él envenenó a su hermano el de Guyena; tenía la idea de que su hijo adoptivo, Carlos el Feliz, que fue Carlos VIII y era un pedazo de pan, complotaba contra él como él complotó contra su padre. Hasta que un día se enteró que había en la Calabria un santo cura Curalotodo y ya hemos visto cómo lo hizo venir: mandó a Roma una misión con un argumento de ésos que el Vaticano no resiste, y Francisco de Paula no resistía al Vaticano: 

Francisco de Paula quería que lo dejasen esconderse, orar y ayunar; el Papa quería ganarse la voluntad (y los dones) del poderoso y vengativo Rey; el Rey quería no morir; —y Dios quería que la Orden de los Mínimos se difundiera desde París por toda Europa, para salar con el ejemplo de su salvaje austeridad a Europa embriagada de la molicie y la disolución del Renacimiento; más allá del Ródano, más allá del Rin, más allá de los Alpes, más allá de los Pirineos, hasta Manresa donde yo prediqué este sermón en la Iglesia de los Mínimos, todavía tiznada de las llamaradas con que la atacaron los rojos, y hasta Valls, donde hubo un eremitorio de monjas mínimas hasta la Revolución Española. 

Francisco de Paula estuvo en Plessis tres meses, hasta que murió el rey, y después en París al lado de sus descendientes, Carlos VIII, el Feliz y Luis XII, el Padre de los Pobres. ¿Convirtió al feroz Don Juan Manuel? No lo sé. Cuando el Rey tuvo delante a aquel italianito petiso, regordete, rechoncho y vivaracho, muy diferente del soberbio tipo que pintó Alonso Cano en el Museo del Prado, el Rey lo desconoció; y se puso de rodillas delante del lego que lo acompañaba, que era lungo, descamado y apergaminado; le besó la mano y le pidió humildemente que le prolongara la vida. Francisco dijo: ‘Soy yo Francisco de Paula, pero yo no soy Dios’. El Rey le mandó presentar 10.000 escudos que el Santo rechazó; —después le ofreció una reliquia, probablemente falsa, “los corporales del Señor San Pedro’ (como si San Pedro usara corporales) que el taumaturgo aceptó... sin compromiso. “¡Lo que importa es la salud del alma!” —dijo el Santo; y el rey dijo: “Es un buen hombre”; de donde los franceses empezaron a llamarlo “le bonhomme”. Entonces se entabló entre estos dos caracteres tan diversos esa lucha espiritual que Casimiro Delavigne, poeta romántico del siglo pasado, inmortalizó en su comedia dramática, "Louis Onze", que les recomiendo. 

No podemos imitar el ayuno de Francisco el III ni su castidad. El ayuno yo todavía me animo pero no su castidad: no solamente cerraba los ojos cuando veía una mujer para no verla sino que no quería que ellas lo viesen: se escondía detrás de las cortinas en cuanto veía una. Allí andaban las cortesanas del Rey todas mustias, con sus grandes crinolinas, sus grandes miriñaques, sus grandes escotes en punta de flecha. Pero a lo mejor no era castidad solamente sino gusto de la farsa; como buen calabrés era un comediante nato y a lo mejor hacía esa comedia para reprenderlas humildemente de andar mal vestidas. Nada impide que un santo tenga buen humor y en general son gente de buen humor. Pero lo que es yo estoy listo si me da por cerrar los ojos y hacer las clases en el Instituto con los ojos cerrados. “Huid de las mujeres, sobre todo las monjas, como si fuesen víboras” —decía a sus ermitaños. Pobres mujeres. ¿Será que en aquel tiempo eran mucho más lindas que ahora? No lo creo. 

Bueno: el Rey que primero se reía del calabrés viéndolo con su palo, su tabardo y sus pies desnudos, se confesó con él al morir, diciendo que el “Cosentinus” era el único amigo que había tenido en su vida. ¿Se confesó 

bien o mal? No lo sé; sospecho que mal. Pero por lo menos, mandó llamar a su hijo adoptivo y le ordenó tres cosas: 1°, que no hiciese guerra durante seis años; 2°, que viviese enteramente al revés de como había vivido él; 3°, que reparase todos los daños que él había hecho, es decir, que pusiese de nuevo sobre sus cuellos las 4.000 cabezas que él había mandado derribar. ¡Paz en su tumba! (Juan Manuel de Rosas no fue así: la grafología de Rosas, según Susana Calandrelli, no denuncia crueldad alguna, antes bien lo contrario: más bien generosidad, ternura y blandura pampeana de carácter: hay incluso un poco de tango en Rosas).
Toda esta pintura de un sátwico y un rajásico viene para hacerles ver las diferencias infinitas dentro de la unidad humana: estas diferencias vienen de los hábitos, y los hábitos no podrían existir sin las potencias. Fíjense: una energía simple e indiferenciada no podría jamás engendrar idiosincrasias del todo diferentes o aún contrarias; como por ejemplo del agua destilada usted no puede sacar aceite y vinagre —a no ser que sea prestidigitador. Vean ustedes mismos como están diferenciadas las potencias de estos dos hombres: el intelecto de uno —del todo especulativo y dirigido a lo invisible y a lo no existente... para nosotros;  el intelecto del otro —del todo práctico, dirigido a los medios
y no a los fines; la voluntad enteramente quebrantada por la obediencia e indiferente a todo, presta a cumplir lo que entendiese ser agradable a Dios aunque sea dificilísimo y peligroso; la voluntad del otro fieramente apegada a la unidad de Francia y a su propio poderío —sin vacilación, sin escrúpulo ninguno, sin remordimientos— y al fin quebrantada por el miedo a la muerte; la afectividad, la imaginación, los sentidos, los instintos, etc. —ustedes mismos ya lo ven.
Éste es el prodigio que obran las funciones; la increíble fauna humana; y su estudio pertenece a la Caracterología sobre la cual haré la conferencia sexta. Los hábitos son intelectuales y morales y entreverados, como la virtud de la justicia que es intelectomoral (la prudencia es intelectual, la templanza es moral y los hábitos son tan inmensamente importantes que ellos dan origen a toda educación, que es un mundo inmenso, y toda la ascética y toda la sabiduría y todas las artes y las ciencias y toda la mística. Saber Psicología es un hábito, saber hablar es un hábito, saber nadar es un hábito, ser santo es un montón de hábitos (uno de ellos sobrenatural llamado la gracia) y vestirse por la mañana medio dormido es un hábito (una habilidad) y ser resentido social es un hábito (una idiosincrasia). Pero prolongar las conferencias demasiadamente es un hábito muy malo.
Atención: les voy a dar solamente para terminar las leyes especulativas de los hábitos de Santo Tomás-Castellani, las leves prácticas de William James-Castellani.
Hábito: perfección de una potencia residual al acto: —buena definición.
Hábito: “fisiológicamente hablando, hábito es nada más que un nuevo pasadizo de descarga nerviosa formado en el cerebro, por el cual ciertas corrientes que surgen tienden a escaparse siempre”. (W. James: malísima definición por la causa material).
Leyes de los hábitos:
1°- Hábito supone potencia.
2° El hábito es total: se refiere a toda la actividad psíquica y no sólo a la potencia propia.
3°- El hábito total prima la potencia; el parcial o habilidad no prima. (El saber pintar es primero que la vista, el tener buena vista es después de la vista; de 


allí la famosa ley de “plusvalía psíquica con minusvalía orgánica” de Adler).
4°- Conviene que el hábito superior forme al hábito de la parte inferior —por ejemplo, la Religión al instinto sexual.
5° El hábito hace al acto firme, fácil, gustoso (los tres grados de la virtud).
6° El hábito crece por la causa que lo engendra —como todo:
Por lo tanto:
1°- El hábito surge por repetición de actos.
2°- La interrupción incrementa los actos (aprendemos a nadar en invierno y a esquiar en verano, lección dormida, lección sabida).
3°-. Un acto intenso vale mil remisos (tremendas consecuencias de esta ley en la Psicología de los instintos, que son hábitos sensitivos nativos).
4°- Acto intenso es el que compromete todo el hábito y así sucesivamente —hasta 12 leyes especulativas.
Leyes prácticas:
1° Haced de vuestros nervios un aliado y no un enemigo.
2° Volved automáticas el número mayor de acciones útiles.
3°- Embarcaos con ímpetu en el crear un hábito difícil.
4°- Ni una sola excepción, ni aún razonable, al hábito incipiente y no arraigado.
5°- Aprovechad prontamente toda favorable corriente.
6°- Mantened el poder de hacer esfuerzo por pequeñas gimnasias cotidianas.
No crean absolutamente nada de estos consejos: son moralina anglosajona. No hagan gimnasia sueca espiritual. Mejor es para los latinos amar una cosa grande y lanzarse a ella olvidándose de sí mismo y de todas las leyes: como Luis XI, la unidad del remo de Francia y Francisco de Paula, la unidad del reino de sí mismo con el reino de Dios.

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